Dulce arena de mar.

Odiaba la arena. Odiaba tanto su textura como el color parduzco de cada granito que alfombraba la playa. Los odiaba uno a uno. Odiaba la arena siempre que salía del agua y ésta se pegaba a su piel provocándole desagradables picores. La odiaba cuando el viento le torturaba lanzándola contra su cuerpo a velocidad vertiginosa sintiéndolo miles de agujas minúsculas que se clavaban en su piel. La odiaba por la mañana, cuando almacenaba el frío de la amanecida y era como el cuerpo de un difunto: blanco, rígido y helado; la odiaba al mediodía, cuando el sol la convertía en tizones incandescentes que achicharraba las plantas de sus pies. Toda arena le producía repulsión, desprecio y ansiedad.

El día de su cumpleaños, sus familiares y amigos, deseando sorprenderle, le regalaron con todo cariño, un enorme y hermoso reloj de arena.

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