La chica de las mandarinas.
Nunca supe cómo se llamaba aquella chica o cuál era su historia. Nunca supe por qué pasaba cada tarde por el Paseo de Santa Lucia con cara melancólica (o quizá triste), andares lentos, siempre acompañada por una niña pequeña, su hija seguramente, de no más de tres o cuatro años. Colgada del brazo llevaba una bolsa de plástico, con algunas mandarinas que iba pelando con cuidado, dejando caer las mondas en la misma bolsa. Luego separaba despacio dos o tres gajos y, si eran para ella, se los llevaba a la boca y masticaba con calma, pero si eran para la niña, los volvía a separar hasta dejar sólo uno y dejaba que ella lo tomara con su manita; se lo llevaba después a la boca y lo mordisqueaba y chupaba primero, antes de tragarlo, como si se tratara de un dulce. En ocasiones, cuando su hija lo masticaba, aquella chica acariciaba su cara o le pasaba la mano por el pelo, revolviendo por un instante sus rizos, mientras la miraba con dulzura.
Cada tarde, desde el día que las descubrí por casualidad, se repetía esa escena. Al principio me contentaba con asomarme al balcón de la habitación y verlas, descorriendo ligeramente los visillos, pero con el tiempo, quise sentirme más cercano a ellas y salía al propio teracita y me apoya en la barandilla de metal mientras las observaba. Desde allí, arrebujado con una manta para protegerme del frío del invierno, veía como aparecían al final del paseo y lo recorrían entero, con su bolsa de mandarinas que comían lentamente y que yo casi podía oler desde el refugio de mi balcón. Me pregunté muchas veces si cuando pasaban delante de mi volvían ya de donde fuera o iban. Durante varios días procuré vigilar la calle un rato antes y también después, por si las veía al inicio o final del paseo, pero nunca aparecieron fuera de ese momento preciso que se repetía cada tarde.
Las dos eran muy guapas. La muchacha de mirada de aspecto melancólico o triste y la pequeña niña que sería su hija. Ambas de rostro agradable, más redondo que alargado, pelo entre castaño y rubio, ojos grandes. Desde la distancia, se parecían una a la otra. Delgadas, estatura normal. Iban siempre muy bien vestidas. La muchacha normalmente con vestido o falda y un chaquetón que sólo se anudaba los días de más frio. Se protegía el cuello con un pañuelo en el cuello que cambiaba cada día, siempre de colores alegres. Usualmente calzaba botas altas, con generoso tacón. La niña llevaba un abriguito rojo con algo de vuelo a partir de la cintura, abrochado siempre, zapatos negros y una bufanda con unos dibujos que desde mi balcón no pude llegar a distinguir.
En ocasiones charlaban entre ellas. La chica acuclillándose señalaba algo a su hija (un árbol del parque contiguo, un pájaro quizá) e intercambiaban unas frases. En ocasiones, tras alguna de estas rápidas conversaciones, la niña besaba a su madre en la mejilla. Luego seguían caminando, masticando despacio gajos de mandarinas.
Nunca supe su historia, porque cada tarde esa muchacha en Paseo de Santa Lucía con aspecto melancólico o triste, con una bolsa de mandarinas colgada del brazo y un amor infinito hacia su hija. Hubo varias veces que pensé en bajar a la calle y hacerme el encontradizo, apañármelas para iniciar una conversación que me permitiera saber más de ella. Sin embargo, nunca llegué a hacerlo no sé si por prudencia o por timidez. Sea como fuere, nunca supe la historia de aquella muchacha guapa, de ojos perdidos, que cada tarde aparecía frente a mi balcón comiendo mandarinas junto a su hija. Ella bocados más grandes, la niña de gajo en gajo.
Y un día, no aparecieron. Me extrañó y estuve mucho tiempo en la terraza, tiritando bajo la manta, por si hubieran cambiado su horario. Pero no fue así. Y tampoco aparecieron el día siguiente, ni el otro. Ya no volví a verlas. Al principio me preocupé, pero luego pensé que tal vez (¡ojalá!) lo que quisiera que les obligaba a pasear con aspecto melancólico o triste había desaparecido y ya no tenían necesidad de ello.
Deseé que fuera sí y me alegré por ellas.
Aun así, no he dejado de pensar en esa guapa muchacha y su hija y cada tarde, a la hora precisa en la que aparecían, me descubro mirando furtivamente por entre los visillos de mi habitación. Supongo que estaba un poco enamorado de esa ella.
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