Un día en la vida de Yahel.
Me llamo Yahel y tengo diez años.
Un día, el abuelo Yehuda me contó que los Elohines decidieron mi ceguera antes de que naciera. Dice que es como una señal divina que fue pactada en otra vida. Para mí, es un fastidio. No comprendo por qué los ángeles quisieron que yo naciese así si nunca les hice nada malo. El abuelo dice que puedo comunicarme mentalmente con ellos, que si les cuento mis preocupaciones quizás me devuelvan, con el tiempo, aquello que me negaron. Es lo que hago cada noche, hablarles en silencio desde mi habitación, con la mente.
Yo les digo:
– Ariel, Hamel, Jofel, Malak, Mastema, Raziel… que la luz entre por mis ohos y me permita ver el rostro sabio de mi abuelo…
Intento que mi pensamiento llegue tan alto que puedan escucharlo y me ayuden. Pero ellos parecen no escuchar los ruegos.
Hace tiempo, papá y mamá me llevaron a un rabino, amigo del pueblo, que me enseño a conocer las cosas mediante los sentidos. Es muy divertido porque puedo leer libros editados para personas con el mismo problema que yo deslizando, simplemente, los dedos sobre sus renglones. Hay innumerables filas llenas de puntitos resaltados que forman las palabras y me producen cosquilla en las yemas de los dedos.
A menudo, me acompaña mi hermana Elli. Es mi protectora, me deja y recoger en la sinagoga con puntualidad y, casi siempre, trae golosinas. Yo la quiero mucho porque cuando está junto a mí, me siento protegido; es un rayito de luz que alumbra mi alma. Cuando llega, me acaricia el pelo y, tomando mi mano, nos vamos a dar una vuelta por la ciudad.
He aprendido a conocer la ciudad por sus sonidos, por sus olores. Conozco lo anchas que son las calles según el tiempo que tardo en cruzarlas. Hay muchas avenidas arboladas, puedo escuchar el frufrú de las hojas cuando las agita el viento. También escucho el traqueteo del tranvía, los cascos de los caballos tirando de sus carros.
Escucho las conversaciones de la gente y, a causa de mi ceguera, me concentro en ellas mucho más que lo que hacen los demás. Hay gente triste cuyas palabras suenan a llanto y gente divertida que suenan a música. Las hay aburridas cuyas palabras son secas y vacías.
Cada lugar tiene un sonido, un olor particular; de esta forma, sé en qué punto de la ciudad me encuentro. Por ejemplo, la pastelería del señor Zimmeman, es de aroma dulzón; su sonido es alegre porque la gente disfruta sus pasteles. Me encanta el horno de pan del señor Samay, cuando abre sus puertas sale al exterior una nube de aroma a bollitos recién hechos, entonces me entra hambre y pido a Elli que me compre uno. Elli siempre cede a mis caprichos.
En el mercado se mezclan los olores ácidos, agrios y frescos de las verduras, frutas y pescados. El mercado es alboroto, hay miles de voces hablando sin orden y procurando sobreponerse a las otras. Allí me cuesta seguir las conversaciones de los demás.
La ciudad huele a limpio; su aire es fresco y agradable. Hay edificios muy altos; otros más bajos, lo sé cada vez que sus habitantes gritan desde los balcones a los transeúntes.
Hay, también, un campanario cercano a casa. Me encanta escuchar sus campanadas a medianoche mientras rezo a mis ángeles recordándoles que traigan la luz que me deben.
El tono de las campanas dice mucho: dingdangdingdangdingdang: alguna pareja va a casarse; Ding, dang, ding, dang: llamada a misa; Diiing… daaang… diiing… daaang: alguien entrega su alma a Yahve.
El campanario es mi amigo, me indica el paso de las horas con exactitud. Dice el abuelo que lleva siglos así, sin que haya dejado de dar sus campanadas ni un día.
Mi casa no es grande, tampoco pequeña, aunque acumula demasiados muebles. He de subir dos tramos de escaleras de nueve peldaños cada uno, muy estrechos; si no tengo cuidado, acabo rodando por ellos, como el otro día. Por eso, Elli siempre me ayuda a subir.
Cuando entro en casa, lo primero que me recibe es el olor a rosas de mamá. Mamá huele a rosas. Es un olor fresco, agradable, alegra mi corazón porque sé que, tras él, siempre vienen sus caricias, que son más agradables aún.
El olor de papá, en cambio, es fuerte porque papá trabaja duro en la tienda que tenemos abajo, junto al portal.
Elli huele a muchacha coqueta, cambia varias veces de fragancia según el día, y según venga o no el chico que le gusta. A veces, pienso que soy una carga para ella, ya que le impido disfrutar de su tiempo y sus amigos. Siempre que se lo digo, se enfada. Entonces, me regaña y yo me entristezco. Después se le pasa, acaricia mi pelo y todos contentos.
El abuelo Yahuda me lee versos de la Torá que apenas comprendo. El abuelo es estudioso de la ley y de la Kaballah. Pudo haber sido rabino en una sinagoga, pero él dice que su mente está más allá de todo aquello. Ama los libros. Muchas veces lee en voz alta cuentos o pasajes de novelas desde su sillón favorito, frente a mí. Su voz es grave y seria; es la voz de un abuelo sabio. El abuelo Yahuda no tiene olor. El abuelo Yahuda irradia una fuerte vibración que sólo yo puedo percibir. Es una energía que me da fuerza y nos conecta.
Muchas veces le digo que me gustaría leer libros junto a él y ver los colores que tienen los grabados de sus hojas. Entonces, el abuelo calla, triste y pensativo. Al abuelo le entristece que ni toda su Sabiduría ni todos los Elohines juntos puedan hacer algo tan simple como devolverme la vista. Yo no lo tengo en cuenta, le digo que a mí lo que me gusta es estar junto a él, escuchar su voz. Entonces, siento que sonríe y retoma la lectura.
Cada noche, a solas en mi habitación, acompañado del dingdang del campanario, vuelvo a rezar a los Elohines y reclamarles aquello que me deben:
– Ariel, Hamel, Jofel, Malak, Mastema, Raziel… que la luz entre por mis ojos y me permita ver el rostro sabio del abuelo…
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